Cuando le contamos a alguien una mentira pequeña, cotidiana, que nos dijeron, suele ocurrir lo siguiente:
-Me dijo Fulano que el trabajo se lo comió el perro / Que sí quiere verme, pero está muy ocupado / Que las manzanas estaban jugosas, pero no, estaban paposas.
-¡Ja! ¿Y vos le creíste?
Y uno se ve obligado a admitir que sí, que en principio le creyó, y el otro te dice “pero sos boludo”, y de ese modo uno se convierte en cómplice de la mentira recibida, y al ser cómplice no puede reclamar por ningún perjuicio: “La culpa es tuya, por creerle”. Y listo, fin del tema.
Mi postura sobre esto es: ¿estamos todos del orto? ¿Desde cuándo somos responsables de la estafa que nos hace víctimas? El receptor no es responsable del mensaje que emite el emisor. Teniendo esto claro, la solución a la mentira parece ser la incredulidad manifiesta. “Quise ir, pero no pude”, “No te creo”. Y punto. Pero esta estrategia tiene una falla tremenda, y es que al tratarse de mentiras “inofensivas”, que no matan a nadie, dichas por personas con las que nos relacionamos probablemente a diario, la incredulidad como tendencia no es posible. Y el mentiroso no admite que mintió. Imaginemos el siguiente diálogo:
-No me llegó tu mensaje.
-No te creo.
-El otro mensaje tuyo tampoco me llegó.
-No te creo.
-Uy, hoy tampoco me llegó tu mensaje.
-No te creo.
Ese diálogo es inverosímil. En esa instancia, lo mandás al carajo (cosa no tan fácil de hacer; recordemos que la persona forma parte de nuestra vida), o fingís creerle.
Fingir creer, entonces, parece ser la nueva solución. Pero a la larga se pudre, porque si uno finge creer, el mentiroso sigue mintiendo, y cuando nos queremos salir no podemos, porque ahí sí somos cómplices de la mentira. Ahí hacemos trampa. Y hacer trampa es perder.
Una de mis microficciones favoritas es de Alejandro Dolina. Dolina cuenta que un día el diablo se presenta ante el Ruso Salzman, amante de los juegos de azar, y le ofrece la victoria eterna. “Con sólo adorarme, ganarás siempre”. El Ruso piensa y dice: “No sé si me interesa ganar siempre”. El diablo no lo puede creer. “¿Acaso querés perder?”. “No, no, tampoco quiero perder”. “Y qué querés, entonces?”. “Jugar, quiero jugar”.
Yo pienso que la mejor solución es jugar. Jugar es apostar. Y apostar es creer. No fingir creer, no creer un poco pero coqueteando con la incredulidad; creer en serio. Poner en el otro la responsabilidad de lo que hace, poner en el otro la posibilidad de que lo que diga sí sea verdad. “Te iba a llamar pero no pude”, creerlo. “No, doña, le aseguro que estas naranjas tienen mucho jugo”, creerlo. Acá, más de uno pensará: “Pero de esa manera me van a tomar de boludo siempre”. Ah, pero no hay que subestimar nuestra capacidad innata para hincharnos las bolas. Digo que seamos crédulos, no kamikazes. Llega un momento -llega siempre, créanme- en que si Fulano quiere vernos pero nunca puede, vamos a conocer a Mengano, que también quiere vernos y sí puede. Llega un momento en que en la otra cuadra abre una verdulería nueva, y ahí el verdulero tiene más talento. Y el otro, entonces, deja de tener lugar, importancia e influencia.
Yo no sé si eso es ganar, te confieso. No creo que sea perder. No a la larga. No sé nada. Pero imagino al Ruso Salzman concentrado en su juego, en sus cartas, en su alma, y creo que ahí está la verdad.